En
el centro de la ciudad de La Paz, capital de la república de Bolivia,
hay una plazuela donde siempre está sentado un grupo de hombres viejos.
No son viejos comunes, son los excombatientes de la Guerra del Chaco,
la contienda bélica que bañó en sangre a Bolivia y Paraguay en los
años treinta de este siglo.
La
Pérez Velasco, así se llama la plazuela, es uno de sus lugares de
reunión. Allí estos ancianos con cicatrices y ternos desgastados conversan
con sus antiguos compañeros de armas u observan en silencio el subir
y bajar de los microbuses, siempre repletos de pasajeros y carga.
A veces
se les encuentra en una de esas tabernas de tablas bastas, tan abundantes
en La Paz, donde el alcohol ayuda a aguantar el frío del altiplano
y avivar los recuerdos de la juventud. Suelen ocupar una mesa grande
y tomar entre varios una botella de singani Cuatro Estrellas, también
llamada "Cuatro Esquinas" en la jerga paceña. De esta manera logran
olvidar por unos momentos sus miserables existencias de veteranos
de guerra, dominadas por la pobreza y la soledad, para volver a evocar
aquella guerra obscura que transformó en un infierno sus años mozos.
Aquella guerra de la que el mundo no quiso saber, pero que dejó marcadas
sus vidas para siempre. De nuevo pasan revista a los mil y uno abusos
que se cometieron en lo que tal vez fuera el conflicto armado más
absurdo de la historia. De nuevo causa indignación el cinismo de Kundt,
el general alemán en que Bolivia ciegamente había depositado su confianza
y que mandó a miles de soldados bolivianos a los campos de muerte.
O la criminal terquedad de Salamanca, el presidente boliviano de entonces,
que se creía capaz de dirigir el ejército desde su despacho en La
Paz. También el innoble proceder de ciertos oficiales que optaban
por mantenerse en la retaguardia y emborracharse con el escaso alcohol
destinado a los hospitales militares. Pero lo peor de todo fue la
sed, enemigo mortal del combatiente, suplicio indecible que enloquecía
a pelotones enteros.
Cuando
finalmente el fuego de los recuerdos termina por apagarse y las pausas
entre las pláticas se van haciendo cada vez más largas, los contertulios
se despiden. Cada cual emprende el camino a casa, regresando a su
condición de anciano marginado y anónimo. Rumbo a alguna pensión de
poca monta cuyo alquiler absorba la mayor parte del estipendio de
veterano, o algún tugurio perdido en un callejón paceño, donde la
sentina corre libremente por el pavimento y donde la mala hierba invade
los muros.
Cada
vez que la muerte se lleva a un compañero, una banda militar le rinde
los últimos honores al difunto. La banda está formada por un grupo
de jóvenes - algunos aún niños - de un reformatorio militar. Delante
va un negro alto y robusto que toca la corneta con una mirada furiosa.
El pantalón le llega a diez centímetros de los tobillos. Los otros
músicos visten uniformes con características similares, es decir,
o demasiado grandes o demasiado pequeños. El último es el tambor,
un indiecito que calza botas de siete leguas, apenas visible detrás
de su instrumento desproporcionadamente grande.
Los
jóvenes preceden al féretro y suben muy lentamente por la Mariscal
Santa Cruz, tocando la canción "Boquerón abandonado":
"Boquerón
abandonado,
sin comando ni refuerzo,
tú eres la gloria del
soldado boliviano"...
El
tambor resuena con fuerza entre las fachadas coloniales, haciendo
vibrar los adoquines y estómagos de los espectadores. La pequeña comitiva
sigue subiendo por las calles estrechas y empinadas, frente a los
rostros impasibles de las vendedoras indígenas. Luego pasan por la
Tumusla que desemboca en la Garita de Lima, una plaza atiborrada de
mercachifles, fritangas y puestos de venta, donde la súbita llegada
de la comitiva causa por unos momentos el estancamiento del alboroto.
Ya
no falta mucho para el Cementerio General donde, disipadas las notas
tristes de la corneta, el muerto será sepultado en el sector reservado
para los veteranos del Chaco.
©
Michel Janssen Amsterdam, 1985