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Ondina - Michel Janssen

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Crónica de un viaje a Haití

Santo Domingo, noviembre de 1988

A Ondina la conocí en la embajada haitiana de Santo Domingo, República Dominicana. Era una negra alta con ojos de gacela, profundos como las aguas del Caribe y llenos de ternura. Gracias a estos ojos pude soportar el aburrimiento de los trámites burocráticos. Su sonrisa amable, provocada por mis miradas insistentes, me animó a dirigirle la palabra. Me contó que se dedicaba al contrabando y que estaba, igual que yo, esperando la visa para entrar a Haití. Quedamos en hacer juntos el próximo viaje a este país.

Ondina me llevó a Villa Mella, una zona notoria por su pobreza en las afueras de Santo Domingo, lejos de las miradas inoportunas de los turistas. Más tarde comprendí que Villa Mella no sólo significa miseria, asaltos, desnutrición, ratas y fango, sino también nobleza, cariño, solidaridad y hospitalidad. Sus vecinos, por pobres que sean, desconocen la palabra egoísmo y comparten con el forastero lo poco que tienen.

En el barrio todo el mundo conocía a Ondina como "la señora que vende ropa y viaja a Haití". Alquilaba una casita de tablas despintadas con techo de zinc que se transformaba en un horno apenas salía el sol. Un tabique de madera dividía la casa en dos, dando cabida a otra familia. Me recomendó meter el mosquitero cuidadosamente por debajo del colchón antes de acostarme, para evitar que entrasen las ratas, innumerables y grandes como gatos. También por la mañana cuando me levantaba tenía que poner cuidado y revisar los zapatos, por si algún bicho ponzoñoso no se había cobijado en ellos. Apagones de luz se producían con un promedio de tres o cuatro veces por día. La súbita desaparición de los sonidos de merengue, que se oían el día entero y gran parte de la noche a todo volumen, era fiel indicadora del estado de la energía eléctrica. Agua corriente no había. Para llenar la tinaja con unos cuantos cubitos de agua potable había que esperar la llegada irregular del camión cisterna. Entonces todo el barrio, loco por recibir su ración del indispensable líquido, se echaba a la calle para formar largas colas de recipientes.

La historia de Ondina era la historia de tantas mujeres latinoamericanas: un marido que se había ido con otra, más bella y joven, abandonándola con cuatro mulatitos a la gracia de dios, y ella sóla luchando por sus hijos. Éstos vivían con los abuelos en el campo. Cada semana Ondina iba en un microbus repleto de pasajeros a Puerto Príncipe para comprar mercancía. Como "dueña de guagua", es decir la persona que alquilaba el bus, le correspondían varias responsabilidades: contratar a un chofer adecuado, buscar a los pasajeros y mantener las relaciones con las autoridades en el trayecto.

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Eso significaba sobre todo negociar la cantidad de los sobornos durante las múltiples paradas forzosas a lo largo del camino. La mitad del precio de los pasajes era para el chofer, el resto lo cobraba ella. La mercancía adquirida en los puertos francos de Haití, de escasos derechos aduaneros, solía rendir como el triple, o el cuadruple en las tiendas céntricas de Santo Domingo. Sin embargo, las coimas que reclamaban aduaneros, policías y militares para su participación silenciosa en el juego, le dejaban apenas lo suficiente para subsistir.

Eran viajes locos, alucinantes carreras en viejas chatarras sobre pésimos caminos, bordeados de barrancas y llenos de baches. En época seca el polvo se levantaba en densos remolinos, penetrando por los resquicios de la guagua y transformando a todos los pasajeros en ancianos de cabelleras grises. En tiempos de lluvia las carreteras se transformaban en espesos lodazales, apenas transitables. Vehículos despeñados y hasta saqueados por salteadores de camino no eran excepciones.

En la madrugada el bus solía partir de Santo Domingo para entrar a Puerto Príncipe al día siguiente por la tarde. Entonces Ondina tenía que buscar precipitadamente un hotelito barato para alojar a todos, dejar los equipajes y ponerse a comprar.

Con los párpados hinchados del cansancio y el cuerpo macerado por las incomodidades del viaje, los dominicanos, agarrados de enormes bolsas, se lanzan ávidamente en el dédalo de calles y mercados de la capital haitiana en busca de mercancía. Ropa, calzado, perfumes, lociones, cremas, artefactos eléctricos, armas de fuego, no hay nada que no se consiga a bajo precio de mano de los vendedores ambulantes o en los mercados y almacenes de Puerto Príncipe. Los más audaces se aventuran a comprar un radio o televisor, esperando burlar a la aduana en el camino de regreso.

No cabe duda que para el dominicano Haití es el peor país del mundo. Considera la república vecina como una tierra maldita, donde reinan la violencia, la herejía y el obscurantismo, poblada por negros francófonos que practican bárbaros ritos africanos. Tristemente famoso es sobre todo el fenómeno de los zombis, los muertos reanimados mediante un rito mágico, tema favorito de antropólogos sensacionalistas y sacado hasta la saciedad en un sinfín de sangrientas películas norteamericanas de dudosa categoría.

Entre ambos países predominan la incomprensión y la hostilidad. La historia de sus relaciones es una interminable letanía de matanzas, guerras y conflictos fronterizos, en que ambas bandas cometieron atrocidades. Es tan grande la aversión dominicana por todo lo haitiano que, a pesar de ocupar las dos repúblicas una y la misma isla caribeña, en ningún mapa geográfico de la República Dominicana jamás figuran los contornos del país vecino. Uno pensaría que las olas del Caribe llegan hasta Jimaní, en vez de bañar la isla de Gonaive. En Dominicana el haitiano, humilde y trabajador, es discriminado por razones étnicas y culturales. Sin embargo, al despreciar las raíces africanas de sus vecinos, el dominicano reniega de sí mismo, ya que su país es fundamentalmente mulato. Víctima de una grave crisis de identidad, el dominicano prefiere llamarse "indio" para definir su color. Indio "claro", "canelo" o "quemao", pero jamás negro o mulato.

Por la madrugada nos levantamos temprano, Ondina y yo. Me lavo en el patiecito detrás de la choza con medio cubo de agua, (no había más) amparado por la oscuridad. Después de una caminata de media hora por entre las casas de la villa, esquivando fango, charcos y basurales, llegamos al lugar donde nos espera la guagua. El chofer ya está calentando el motor y pronto arrancamos con rumbo a Haití. Nos detenemos varias veces para que monten más pasajeros, la mayoría de ellos mujeres.

Fuera de la ciudad Ondina -que es testigo de Jehová- reza en voz alta para implorar la protección del cielo durante nuestro viaje.
No lo creí posible pero en todo el camino la guagua sigue recogiendo a más pasajeros. Algunos zarandean enormes bultos con enseres domésticos -son haitianos que regresan a su patria- otros llevan gallos de riña bajo el brazo, cuidándolos como si se tratara de criaturas. Por la noche llegamos a Jimaní, un pueblo triste y abandonado, infestado de mosquitos y librecambistas, que colinda con la frontera haitiana. Veo por lo menos unas diez guaguas dominicanas estacionadas frente a los albergues y comedores. La cena -arroz con pollo o bacalao- se sirve sobre enormes mesones de madera en una especie de tinglado rústico. De las vigas cuelgan lámparas de petróleo que cargan el ambiente con un tufo pesado y graso. Colgamos los mosquiteros en unos barracones donde todo el mundo se acomoda como sea. Afuera, en la vasta oscuridad centellean brasas de cigarrillos, se perciben retazos de conversaciones y los acordes de una guitarra. Por la mañana del día siguiente avanzamos hasta la frontera haitiana donde ya está esperando una larga caravana de guaguas, tanto dominicanas como haitianas. Éstas se distinguen por ser verdaderas obras de arte, pintadas con gusto en todos los colores del arco iris, muchas con eslóganes religiosos. Ondina recoge los pasaportes de cada uno de nosotros y se encamina hacia la oficina aduanera para realizar los trámites de rutina. Cuando reaparece, proseguimos nuestro viaje, ahora sobre territorio haitiano. El camino está cerca de la costa y a intervalos distingo el azul inalterable del mar de las Antillas. El calor aumenta cada vez más hasta transformar la guagua en una olla de presión. El paisaje, árido y muy montañoso es de una belleza salvaje. Veo a campesinos con anchos sombreros de paja, montados en burros, casitas pintadas de blanco rodeadas de macetas de flores, mujeres cargando cestas y cántaros en la cabeza, niños con uniformes escolares. Todos siguen con la mirada la guagua dominicana que desaparece de la vista. El suelo es tan rocoso y árido que es difícil imaginarse que este país ha sido una colonia de importancia extraordinaria para Francia y que sus cañaverales y campos de algodón han sido decisivos en el nacimiento de la industria francesa a fines del siglo XVIII.

Pasando por un pueblito nos para la policía. Control de pasaportes. Ondina entrega los documentos de viaje a un joven miliciano con cara de pocos amigos, armado de fusil automático. Cuenta los pasaportes y cuenta a los pasajeros. Cuenta una y otra vez, mientras que su semblante adquiera una expresión cada vez más adusta. Falta un pasaporte. Ondina se defiende con una avalancha de palabras pero el miliciano, inflexible, exige el pasaporte que falta. Por fin Ondina le entrega un pasaporte estrujado por el uso que carece del cuño de entrada: el mío. Como los europeos tenemos que pagar una considerable cantidad de dinero al cruzar la frontera haitiana, y sabiendo de mi triste situación económica, había querido ahorrarme esa molestia. Tengo que bajar en seguida y varios milicianos me conducen a punta de fusil por un sendero hacia una casita de concreto rodeada de monte. Allí dentro me empujan bajo gritos y amenazas en un calabozo. Dos negros macizos con caras de matones y manos de macheteros aparecen. ¡Quítate los zapatos, dominicano! Obedezco dócilmente, sudando la gota gorda. El hecho que me tomen por dominicano me inquieta. Sé cuales son los métodos que emplea la policía haitiana y espero lo peor. Mas, de repente concibo una feliz idea: dirigirme a ellos en francés.

Hago acopio del poco coraje que me queda y, en mi mejor francés, les digo que se trata de un error, que no soy ningún contrabandista, sino un turista pacífico con ganas de conocer su país. Parece que mis palabras surtieron efecto. Los dos matones se miran, expresando asombro sus semblantes. Intercambian unas palabras en creole -incomprensibles para mi- y acaban ofreciéndome una silla. Dentro de poco el jefe hace su entrada. Un mulato gigantesco con cara de asesino que luce una gran sonrisa, además de un enorme Magnum brillante en la cintura. Con la camisa abierta, rascándose los testículos, me entrega el pasaporte, diciéndome en francés que ya me puedo largar. Una vez a bordo de la guagua, Ondina me dice que rezó por mí y que nunca hubiera partido estando yo en ese calabozo.

Por la tarde llegamos finalmente a las afueras de Puerto Príncipe. Abro los cristales polvorientos para observar mejor aquel caos de tráfico y hormigueo de gentes que aumenta en densidad a medida que nos acercamos hacia el centro de la ciudad. Parece que todo el mundo aquí se dedica al negocio, al cambalache de la escala más variada de artículos. Las calles, las aceras, absolutamente todo, está tan lleno de gente, puestos de venta, mercancía y vehículos que el bus a duras penas logra abrirse paso. Veo a innumerables mujeres, sentadas en esterillas, pregonando sus artículos, tocadas con anchos sombreros de paja o amarrado el cabello con telas multicolores como usan las africanas. Hombres descalzos con el torso desnudo, bañados en sudor, arrastran enormes carretas de madera, profiriendo maldiciones a aquéllos que vacilan en apartarse del camino. Mendigos enseñan sus muñones, aferrándose a los que pasan cerca. Detrás de los cristales ahumados de un coche lujoso, conducido por chofer privado, se percibe una cara mofletuda, prepotente, que parece burlarse del dantesco escenario callejero. En un cruce de caminos un policía, alto y flaco, con casco colonial y uniforme descolorido, gesticula y silba furiosamente, como si de eso dependiera su vida. Sus guantes blancos y gestos teatrales me recuerdan a un pantomimista en plena función. Mas, sus esfuerzos me parecen inútiles: aquí reina la ley del más fuerte.

De pronto me encuentro en la calle, bolso en mano, siguiendo a Ondina que avanza con la naturalidad más grande del mundo, preguntando, negociando, regateando, sopesando objetos. Estoy cansado, hambriento, sudoroso. En lugar de internarme en estas calles endiabladas donde todos te empujan, te pisan o se aferran a ti, metiéndote las mercancías más fantásticas debajo de las narices, me gustaría tomarme una cerveza fría en la sombra, pero esa dama de hierro, ahora mi socia, es incansable.

"Vamos a entrar a aquel mercadito", me dice tras haber andado durante buen rato por las calles de Puerto Príncipe, señalando una escalera de madera. Con el saco a cuestas -cada vez más pesado- subo unas gradas que conducen a un amplio tinglado, una especie de mercado oriental, donde venden de todo. Más nos hubiera valido esquivar aquel lugar desgraciado. De repente un sujeto de aspecto feroz, cabeza rapada, rostro carcomido, alto y musculoso, semejante a los genios malignos que pueblan las Mil y una Noches, nos impide el paso. Por su boca casi desdentada grita que mi amiga le debe cinco dólares para comprar cocaína. Como Ondina en su vida ha visto a aquel personaje y como se niega rotundamente a satisfacer sus caprichos, éste empieza a tirar de la cartera de aquélla. Hasta entonces me he quedado aparte, escuchando y observando calladamente, pero ahora me siento obligado a intervenir. Le grito que se aleje y que nos deje en paz. "¡Tú no te metas conmigo!" me espeta. Me siento impotente, desesperado; sé muy bien que no puedo medir fuerzas con ese ogro. Febrilmente busco una solución, algún ardid para poner a aquel genio maldito otra vez en su botella. Las vendedoras más cercanas ya empiezan a recoger sus mercancías, poniéndolas a salvo de la trifulca que se avecina. Felizmente una señora de nuestra guagua, testigo silencioso del pleito, sin duda con el objetivo de evitar una tragedia, le alcanza un billete de cinco dólares al cocainómano. Éste se larga tranquilamente, satisfecho con su triunfo. Yo estoy humillado, lleno de odio. Mas Ondina, sin duda acostumbrada a este tipo de incidentes, no parece muy impresionada. Lo único que le duele es la pérdida de los cinco dólares. Imperturbable prosigue sus compras. Como una abeja que va de flor en flor, recogiendo el néctar, ella va de mercachifle a mercachifle, de tenderete a tenderete, negociando, discutiendo, buscando serenamente los artículos más rentables, el precio más favorable. Yo detrás de ella, hirviéndome los sesos a fuego lento bajo aquel sol canicular, hasta que por fin se llena el saco y se termina mi martirio.

Cuando la tarde se acerca a su final, regresamos al hotel. Estoy desbaratado y lo que necesito es una ducha para sacudirme de encima las tantas impresiones de esta jornada loca. Al cabo de una hora me encuentro instalado sobre un taburete, acodado en la barra del hotel. Vistiendo una camisa limpia y con el cabello aún mojado, por fin detrás de mi cerveza. Un blanquito de lentes, sentado entre varios prietos con camisas floreadas, me observa desde el ancho espejo colgado detrás de la barra. De pronto unos músicos hacen su entrada. Hombres viejos, armados de congas, tumbadoras y acordeones afinan sus instrumentos. Se inicia una música melodiosa y cautivante, a veces melancólica y lánguida como el fado portugués, a veces rebosante de alegría, como la socca o el merengue. Una música en cuya cadencia se destaca inconfundiblemente lo africano. Bajo el encanto de esta música, que los ancianos artistas tocan con un enorme sentido del ritmo, la noche se carga de sensualidad. Haitianos y dominicanos rompen a bailar fraternalmente en una danza apasionada que les sale del alma. Aquí se está alborotando la sangre africana que ambos pueblos comparten. Empiezo a sentirme extrañamente a gusto en esta tierra tan llena de contrastes, tan dada a extremos. Esta tierra haitiana, la primera tierra americana en librarse del yugo colonial,

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donde el infierno y el paraíso andan de la mano y de cuyas mujeres Graham Greene decía que eran las más hermosas del mundo. A mi lado una belleza haitiana parece haber leído mis pensamientos: "petit blanc", me dice, "veo que ya te gusta Haití".

La mañana siguiente tomamos un taxi hacia unos clubes de noche, situados a orillas del mar, en la cercanía del puerto. Allí Ondina conoce a varias muchachas dominicanas que se ganan la vida ofreciendo placer a los hombres. Cuando aparecemos cargados de cartas y encomiendas, las chicas, todavía rendidas de sus labores nocturnas, pierden la indolencia acostumbrada, y acosan a Ondina. Ávidas de noticias, de los últimos chismes de Santo Domingo, de nuevas de sus parientes o queridos, disparan preguntas y reclaman cartas. Bromeamos mucho y pasamos un rato alegre. Algunos chulos miran con caras condescendientes o aburridas. Las dominicanas, muy jóvenes en su mayoría, viven entre tres o cuatro en pequeñas habitaciones donde también ejercen su oficio. Por la noche bailan y conversan con la clientela que frecuenta los clubes. Son las mismas que se puede apreciar en los barrios chinos de Amberes, Hamburgo o Amsterdam, mi ciudad natal. Forman parte de aquel inmenso ejército de mujeres que, impelidas por la total falta de perspectivas en sus países de origen, buscan su camino hacia una de las capitales europeas para abrazar el oficio más viejo del mundo, contentándose con las migajas del capitalismo. Las recuerdo sentadas en vitrinas, iluminadas por bombillos rojos, al lado de sus hermanas de Colombia, Ghana o Tailandia, tiritando de frío en braguita o traje de baño, o bailando semidesnudas en algún cabaret de mala muerte. Las recuerdo haciendo señas y guiños, algún que otro gesto obsceno, a los machos en celos que por la noche rondan los canales de Amsterdam, desesperados por conjurar su soledad nórdica con una hembra del trópico. Allá es su piel morena la que seduce a hombres de tez marchita y pelo rubio; en Haití gustan por su piel un poco más clara que la de las nativas.

A mediodía emprendemos el viaje de regreso a Santo Domingo, lo cual transcurre sin mayores problemas, aparte de un pequeño incidente antes de salir. Una mujer haitiana le acusa a una dominicana de deberle dinero por la compra de una camisa. Mas la dominicana jura y perjura "por la salud de sus hijos" que no es cierto. La haitiana se enfurece y amenaza romper los cristales de la guagua. Acto seguido se baja el chofer, la palanca del gato en la mano. "Si tú me rompes la guagua, yo te rompo a ti". La haitiana se tranquiliza, no sin antes prometer arrancarle los ojos a la dominicana cuando ésta vuelva a Puerto Príncipe.

Camino de Santo Domingo. En mis oídos resuenan los fantásticos acordes de la música haitiana. Tengo mucho que pensar. Pienso en Villa Mella, en Haití; en la dignidad y el humanismo de aquellas gentes humildes. También en su ignorancia y el terrible estado de indigencia y marginación en que las mantienen sumergidas sus respectivos gobiernos. Miro a Ondina y siento un profundo respeto por esa noble y fuerte mujer que está obligada a librar una lucha sin tregua por la mera supervivencia, por no dejarse atropellar por una sociedad deshumanizada, supuestamente libre, donde cada cual tiene que arreglárselas como pueda. Ondina no está sola; como ella hay millones de mujeres latinoamericanas que tratan de mantenerse a flote en circunstancias aún mucho más penosas y adversas. Millones y millon es de mujeres, hombres y niños que tienen que hacer milagros, simplemente por el pan de cada día.

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Michel Janssen

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