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Crónica de un viaje a Haití
Santo Domingo, noviembre de 1988
A Ondina la conocí en la
embajada haitiana de Santo Domingo, República Dominicana.
Era una negra alta con ojos de gacela, profundos como las aguas
del Caribe y llenos de ternura. Gracias a estos ojos pude soportar
el aburrimiento de los trámites burocráticos. Su sonrisa
amable, provocada por mis miradas insistentes, me animó a
dirigirle la palabra. Me contó que se dedicaba al contrabando
y que estaba, igual que yo, esperando la visa para entrar a Haití.
Quedamos en hacer juntos el próximo viaje a este país.
Ondina me llevó a Villa Mella, una zona notoria por su pobreza
en las afueras de Santo Domingo, lejos de las miradas inoportunas
de los turistas. Más tarde comprendí que Villa Mella no sólo significa
miseria, asaltos, desnutrición, ratas y fango, sino también nobleza,
cariño, solidaridad y hospitalidad. Sus vecinos, por pobres que
sean, desconocen la palabra egoísmo y comparten con el forastero
lo poco que tienen.
En el barrio todo el mundo conocía a Ondina como "la señora
que vende ropa y viaja a Haití". Alquilaba una casita de tablas
despintadas con techo de zinc que se transformaba en un horno
apenas salía el sol. Un tabique de madera dividía la casa en dos,
dando cabida a otra familia. Me recomendó meter el mosquitero
cuidadosamente por debajo del colchón antes de acostarme, para
evitar que entrasen las ratas, innumerables y grandes como gatos.
También por la mañana cuando me levantaba tenía que poner cuidado
y revisar los zapatos, por si algún bicho ponzoñoso no se había
cobijado en ellos. Apagones de luz se producían con un promedio
de tres o cuatro veces por día. La súbita desaparición de los
sonidos de merengue, que se oían el día entero y gran parte de
la noche a todo volumen, era fiel indicadora del estado de la
energía eléctrica. Agua corriente no había. Para llenar la tinaja
con unos cuantos cubitos de agua potable había que esperar la
llegada irregular del camión cisterna. Entonces todo el barrio,
loco por recibir su ración del indispensable líquido, se echaba
a la calle para formar largas colas de recipientes.
La historia de Ondina era la historia de tantas mujeres latinoamericanas:
un marido que se había ido con otra, más bella y joven, abandonándola
con cuatro mulatitos a la gracia de dios, y ella sóla luchando
por sus hijos. Éstos vivían con los abuelos en el campo. Cada
semana Ondina iba en un microbus repleto de pasajeros a Puerto
Príncipe para comprar mercancía. Como "dueña de guagua", es decir
la persona que alquilaba el bus, le correspondían varias responsabilidades:
contratar a un chofer adecuado, buscar a los pasajeros y mantener
las relaciones con las autoridades en el trayecto.
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Eso significaba sobre todo negociar la cantidad de los sobornos
durante las múltiples paradas forzosas a lo largo del camino.
La mitad del precio de los pasajes era para el chofer, el resto
lo cobraba ella. La mercancía adquirida en los puertos francos
de Haití, de escasos derechos aduaneros, solía rendir como el
triple, o el cuadruple en las tiendas céntricas de Santo Domingo.
Sin embargo, las coimas que reclamaban aduaneros, policías y militares
para su participación silenciosa en el juego, le dejaban apenas
lo suficiente para subsistir.
Eran viajes locos, alucinantes carreras en viejas chatarras
sobre pésimos caminos, bordeados de barrancas y llenos de baches.
En época seca el polvo se levantaba en densos remolinos, penetrando
por los resquicios de la guagua y transformando a todos los pasajeros
en ancianos de cabelleras grises. En tiempos de lluvia las carreteras
se transformaban en espesos lodazales, apenas transitables. Vehículos
despeñados y hasta saqueados por salteadores de camino no eran
excepciones.
En la madrugada el bus solía partir de Santo Domingo para entrar
a Puerto Príncipe al día siguiente por la tarde. Entonces Ondina
tenía que buscar precipitadamente un hotelito barato para alojar
a todos, dejar los equipajes y ponerse a comprar.
Con los párpados hinchados del cansancio y el cuerpo macerado
por las incomodidades del viaje, los dominicanos, agarrados de
enormes bolsas, se lanzan ávidamente en el dédalo de calles y
mercados de la capital haitiana en busca de mercancía. Ropa, calzado,
perfumes, lociones, cremas, artefactos eléctricos, armas de fuego,
no hay nada que no se consiga a bajo precio de mano de los vendedores
ambulantes o en los mercados y almacenes de Puerto Príncipe. Los
más audaces se aventuran a comprar un radio o televisor, esperando
burlar a la aduana en el camino de regreso.
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No cabe duda que
para el dominicano Haití es el peor país del mundo. Considera la república
vecina como una tierra maldita, donde reinan la violencia, la herejía
y el obscurantismo, poblada por negros francófonos que practican bárbaros
ritos africanos. Tristemente famoso es sobre todo el fenómeno de los
zombis, los muertos reanimados mediante un rito mágico, tema favorito
de antropólogos sensacionalistas y sacado hasta la saciedad en un sinfín
de sangrientas películas norteamericanas de dudosa categoría.
Entre ambos países
predominan la incomprensión y la hostilidad. La historia de sus relaciones
es una interminable letanía de matanzas, guerras y conflictos fronterizos,
en que ambas bandas cometieron atrocidades. Es tan grande la aversión
dominicana por todo lo haitiano que, a pesar de ocupar las dos repúblicas
una y la misma isla caribeña, en ningún mapa geográfico de la República
Dominicana jamás figuran los contornos del país vecino. Uno pensaría
que las olas del Caribe llegan hasta Jimaní, en vez de bañar la isla
de Gonaive. En Dominicana el haitiano, humilde y trabajador, es discriminado
por razones étnicas y culturales. Sin embargo, al despreciar las raíces
africanas de sus vecinos, el dominicano reniega de sí mismo, ya que
su país es fundamentalmente mulato. Víctima de una grave crisis de identidad,
el dominicano prefiere llamarse "indio" para definir su color. Indio
"claro", "canelo" o "quemao", pero jamás negro o mulato.
Por la madrugada
nos levantamos temprano, Ondina y yo. Me lavo en el patiecito detrás
de la choza con medio cubo de agua, (no había más) amparado por la oscuridad.
Después de una caminata de media hora por entre las casas de la villa,
esquivando fango, charcos y basurales, llegamos al lugar donde nos espera
la guagua. El chofer ya está calentando el motor y pronto arrancamos
con rumbo a Haití. Nos detenemos varias veces para que monten más pasajeros,
la mayoría de ellos mujeres.
Fuera de la ciudad
Ondina -que es testigo de Jehová- reza en voz alta para implorar la
protección del cielo durante nuestro viaje.
No lo creí posible pero en todo el camino la guagua sigue recogiendo
a más pasajeros. Algunos zarandean enormes bultos con enseres domésticos
-son haitianos que regresan a su patria- otros llevan gallos de riña
bajo el brazo, cuidándolos como si se tratara de criaturas. Por la noche
llegamos a Jimaní, un pueblo triste y abandonado, infestado de mosquitos
y librecambistas, que colinda con la frontera haitiana. Veo por lo menos
unas diez guaguas dominicanas estacionadas frente a los albergues y
comedores. La cena -arroz con pollo o bacalao- se sirve sobre enormes
mesones de madera en una especie de tinglado rústico. De las vigas cuelgan
lámparas de petróleo que cargan el ambiente con un tufo pesado y graso.
Colgamos los mosquiteros en unos barracones donde todo el mundo se acomoda
como sea. Afuera, en la vasta oscuridad centellean brasas de cigarrillos,
se perciben retazos de conversaciones y los acordes de una guitarra.
Por la mañana del día siguiente avanzamos hasta la frontera haitiana
donde ya está esperando una larga caravana de guaguas, tanto dominicanas
como haitianas. Éstas se distinguen por ser verdaderas obras de arte,
pintadas con gusto en todos los colores del arco iris, muchas con eslóganes
religiosos. Ondina recoge los pasaportes de cada uno de nosotros y se
encamina hacia la oficina aduanera para realizar los trámites de rutina.
Cuando reaparece, proseguimos nuestro viaje, ahora sobre territorio
haitiano. El camino está cerca de la costa y a intervalos distingo el
azul inalterable del mar de las Antillas. El calor aumenta cada vez
más hasta transformar la guagua en una olla de presión. El paisaje,
árido y muy montañoso es de una belleza salvaje. Veo a campesinos con
anchos sombreros de paja, montados en burros, casitas pintadas de blanco
rodeadas de macetas de flores, mujeres cargando cestas y cántaros en
la cabeza, niños con uniformes escolares. Todos siguen con la mirada
la guagua dominicana que desaparece de la vista. El suelo es tan rocoso
y árido que es difícil imaginarse que este país ha sido una colonia
de importancia extraordinaria para Francia y que sus cañaverales y campos
de algodón han sido decisivos en el nacimiento de la industria francesa
a fines del siglo XVIII.
Pasando por un
pueblito nos para la policía. Control de pasaportes. Ondina entrega
los documentos de viaje a un joven miliciano con cara de pocos amigos,
armado de fusil automático. Cuenta los pasaportes y cuenta a los pasajeros.
Cuenta una y otra vez, mientras que su semblante adquiera una expresión
cada vez más adusta. Falta un pasaporte. Ondina se defiende con una
avalancha de palabras pero el miliciano, inflexible, exige el pasaporte
que falta. Por fin Ondina le entrega un pasaporte estrujado por el uso
que carece del cuño de entrada: el mío. Como los europeos tenemos que
pagar una considerable cantidad de dinero al cruzar la frontera haitiana,
y sabiendo de mi triste situación económica, había querido ahorrarme
esa molestia. Tengo que bajar en seguida y varios milicianos me conducen
a punta de fusil por un sendero hacia una casita de concreto rodeada
de monte. Allí dentro me empujan bajo gritos y amenazas en un calabozo.
Dos negros macizos con caras de matones y manos de macheteros aparecen.
¡Quítate los zapatos, dominicano! Obedezco dócilmente, sudando la gota
gorda. El hecho que me tomen por dominicano me inquieta. Sé cuales son
los métodos que emplea la policía haitiana y espero lo peor. Mas, de
repente concibo una feliz idea: dirigirme a ellos en francés.
Hago acopio del
poco coraje que me queda y, en mi mejor francés, les digo que se trata
de un error, que no soy ningún contrabandista, sino un turista pacífico
con ganas de conocer su país. Parece que mis palabras surtieron efecto.
Los dos matones se miran, expresando asombro sus semblantes. Intercambian
unas palabras en creole -incomprensibles para mi- y acaban ofreciéndome
una silla. Dentro de poco el jefe hace su entrada. Un mulato gigantesco
con cara de asesino que luce una gran sonrisa, además de un enorme Magnum
brillante en la cintura. Con la camisa abierta, rascándose los testículos,
me entrega el pasaporte, diciéndome en francés que ya me puedo largar.
Una vez a bordo de la guagua, Ondina me dice que rezó por mí y que nunca
hubiera partido estando yo en ese calabozo.
Por la tarde llegamos
finalmente a las afueras de Puerto Príncipe. Abro los cristales polvorientos
para observar mejor aquel caos de tráfico y hormigueo de gentes que
aumenta en densidad a medida que nos acercamos hacia el centro de la
ciudad. Parece que todo el mundo aquí se dedica al negocio, al cambalache
de la escala más variada de artículos. Las calles, las aceras, absolutamente
todo, está tan lleno de gente, puestos de venta, mercancía y vehículos
que el bus a duras penas logra abrirse paso. Veo a innumerables mujeres,
sentadas en esterillas, pregonando sus artículos, tocadas con anchos
sombreros de paja o amarrado el cabello con telas multicolores como
usan las africanas. Hombres descalzos con el torso desnudo, bañados
en sudor, arrastran enormes carretas de madera, profiriendo maldiciones
a aquéllos que vacilan en apartarse del camino. Mendigos enseñan sus
muñones, aferrándose a los que pasan cerca. Detrás de los cristales
ahumados de un coche lujoso, conducido por chofer privado, se percibe
una cara mofletuda, prepotente, que parece burlarse del dantesco escenario
callejero. En un cruce de caminos un policía, alto y flaco, con casco
colonial y uniforme descolorido, gesticula y silba furiosamente, como
si de eso dependiera su vida. Sus guantes blancos y gestos teatrales
me recuerdan a un pantomimista en plena función. Mas, sus esfuerzos
me parecen inútiles: aquí reina la ley del más fuerte.
De pronto me encuentro en la calle,
bolso en mano, siguiendo a Ondina que avanza con la naturalidad
más grande del mundo, preguntando, negociando, regateando, sopesando
objetos. Estoy cansado, hambriento, sudoroso. En lugar de internarme
en estas calles endiabladas donde todos te empujan, te pisan o se
aferran a ti, metiéndote las mercancías más fantásticas debajo de
las narices, me gustaría tomarme una cerveza fría en la sombra,
pero esa dama de hierro, ahora mi socia, es incansable.
"Vamos a entrar a aquel mercadito", me dice tras haber andado
durante buen rato por las calles de Puerto Príncipe, señalando
una escalera de madera. Con el saco a cuestas -cada vez más pesado-
subo unas gradas que conducen a un amplio tinglado, una especie
de mercado oriental, donde venden de todo. Más nos hubiera valido
esquivar aquel lugar desgraciado. De repente un sujeto de aspecto
feroz, cabeza rapada, rostro carcomido, alto y musculoso, semejante
a los genios malignos que pueblan las Mil y una Noches, nos impide
el paso. Por su boca casi desdentada grita que mi amiga le debe
cinco dólares para comprar cocaína. Como Ondina en su vida ha
visto a aquel personaje y como se niega rotundamente a satisfacer
sus caprichos, éste empieza a tirar de la cartera de aquélla.
Hasta entonces me he quedado aparte, escuchando y observando calladamente,
pero ahora me siento obligado a intervenir. Le grito que se aleje
y que nos deje en paz. "¡Tú no te metas conmigo!" me espeta. Me
siento impotente, desesperado; sé muy bien que no puedo medir
fuerzas con ese ogro. Febrilmente busco una solución, algún ardid
para poner a aquel genio maldito otra vez en su botella. Las vendedoras
más cercanas ya empiezan a recoger sus mercancías, poniéndolas
a salvo de la trifulca que se avecina. Felizmente una señora de
nuestra guagua, testigo silencioso del pleito, sin duda con el
objetivo de evitar una tragedia, le alcanza un billete de cinco
dólares al cocainómano. Éste se larga tranquilamente, satisfecho
con su triunfo. Yo estoy humillado, lleno de odio. Mas Ondina,
sin duda acostumbrada a este tipo de incidentes, no parece muy
impresionada. Lo único que le duele es la pérdida de los cinco
dólares. Imperturbable prosigue sus compras. Como una abeja que
va de flor en flor, recogiendo el néctar, ella va de mercachifle
a mercachifle, de tenderete a tenderete, negociando, discutiendo,
buscando serenamente los artículos más rentables, el precio más
favorable. Yo detrás de ella, hirviéndome los sesos a fuego lento
bajo aquel sol canicular, hasta que por fin se llena el saco y
se termina mi martirio.
Cuando la tarde se acerca a su final, regresamos al hotel. Estoy
desbaratado y lo que necesito es una ducha para sacudirme de encima
las tantas impresiones de esta jornada loca. Al cabo de una hora
me encuentro instalado sobre un taburete, acodado en la barra
del hotel. Vistiendo una camisa limpia y con el cabello aún mojado,
por fin detrás de mi cerveza. Un blanquito de lentes, sentado
entre varios prietos con camisas floreadas, me observa desde el
ancho espejo colgado detrás de la barra. De pronto unos músicos
hacen su entrada. Hombres viejos, armados de congas, tumbadoras
y acordeones afinan sus instrumentos. Se inicia una música melodiosa
y cautivante, a veces melancólica y lánguida como el fado portugués,
a veces rebosante de alegría, como la socca o el merengue. Una
música en cuya cadencia se destaca inconfundiblemente lo africano.
Bajo el encanto de esta música, que los ancianos artistas tocan
con un enorme sentido del ritmo, la noche se carga de sensualidad.
Haitianos y dominicanos rompen a bailar fraternalmente en una
danza apasionada que les sale del alma. Aquí se está alborotando
la sangre africana que ambos pueblos comparten. Empiezo a sentirme
extrañamente a gusto en esta tierra tan llena de contrastes, tan
dada a extremos. Esta tierra haitiana, la primera tierra americana
en librarse del yugo colonial,
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donde el infierno y el paraíso andan de la mano y de cuyas mujeres
Graham Greene decía que eran las más hermosas del mundo. A mi
lado una belleza haitiana parece haber leído mis pensamientos:
"petit blanc", me dice, "veo que ya te gusta Haití".
La mañana siguiente tomamos un taxi hacia unos clubes de noche,
situados a orillas del mar, en la cercanía del puerto. Allí Ondina
conoce a varias muchachas dominicanas que se ganan la vida ofreciendo
placer a los hombres. Cuando aparecemos cargados de cartas y encomiendas,
las chicas, todavía rendidas de sus labores nocturnas, pierden
la indolencia acostumbrada, y acosan a Ondina. Ávidas de noticias,
de los últimos chismes de Santo Domingo, de nuevas de sus parientes
o queridos, disparan preguntas y reclaman cartas. Bromeamos mucho
y pasamos un rato alegre. Algunos chulos miran con caras condescendientes
o aburridas. Las dominicanas, muy jóvenes en su mayoría, viven
entre tres o cuatro en pequeñas habitaciones donde también ejercen
su oficio. Por la noche bailan y conversan con la clientela que
frecuenta los clubes. Son las mismas que se puede apreciar en
los barrios chinos de Amberes, Hamburgo o Amsterdam, mi ciudad
natal. Forman parte de aquel inmenso ejército de mujeres que,
impelidas por la total falta de perspectivas en sus países de
origen, buscan su camino hacia una de las capitales europeas para
abrazar el oficio más viejo del mundo, contentándose con las migajas
del capitalismo. Las recuerdo sentadas en vitrinas, iluminadas
por bombillos rojos, al lado de sus hermanas de Colombia, Ghana
o Tailandia, tiritando de frío en braguita o traje de baño, o
bailando semidesnudas en algún cabaret de mala muerte. Las recuerdo
haciendo señas y guiños, algún que otro gesto obsceno, a los machos
en celos que por la noche rondan los canales de Amsterdam, desesperados
por conjurar su soledad nórdica con una hembra del trópico. Allá
es su piel morena la que seduce a hombres de tez marchita y pelo
rubio; en Haití gustan por su piel un poco más clara que la de
las nativas.
A mediodía emprendemos el viaje de regreso a Santo Domingo,
lo cual transcurre sin mayores problemas, aparte de un pequeño
incidente antes de salir. Una mujer haitiana le acusa a una dominicana
de deberle dinero por la compra de una camisa. Mas la dominicana
jura y perjura "por la salud de sus hijos" que no es cierto. La
haitiana se enfurece y amenaza romper los cristales de la guagua.
Acto seguido se baja el chofer, la palanca del gato en la mano.
"Si tú me rompes la guagua, yo te rompo a ti". La haitiana se
tranquiliza, no sin antes prometer arrancarle los ojos a la dominicana
cuando ésta vuelva a Puerto Príncipe.
Camino de Santo Domingo. En mis oídos resuenan los fantásticos
acordes de la música haitiana. Tengo mucho que pensar. Pienso
en Villa Mella, en Haití; en la dignidad y el humanismo de aquellas
gentes humildes. También en su ignorancia y el terrible estado
de indigencia y marginación en que las mantienen sumergidas sus
respectivos gobiernos. Miro a Ondina y siento un profundo respeto
por esa noble y fuerte mujer que está obligada a librar una lucha
sin tregua por la mera supervivencia, por no dejarse atropellar
por una sociedad deshumanizada, supuestamente libre, donde cada
cual tiene que arreglárselas como pueda. Ondina no está sola;
como ella hay millones de mujeres latinoamericanas que tratan
de mantenerse a flote en circunstancias aún mucho más penosas
y adversas. Millones y millon es de mujeres, hombres y niños que
tienen que hacer milagros, simplemente por el pan de cada día.
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